Me gustan pequeñas,
esas que cuando abrazo,
tengo que agacharme,
como si el cuerpo se inclinara en reverencia
al milagro de que aún existan.
Y cuando lo hago,
cuando mis brazos rodean lo suficiente,
ella desaparece.
Pero no porque huya,
sino porque cabe.
Completamente.
En mí.
Y entonces,
sin decirlo,
sé que por un momento
soy su refugio,
su cueva,
su abrigo con latido.
Soy su iglú.
No de hielo,
sino de cuerpo.
No de aislamiento,
sino de silencio compartido.
Y no sé si eso siempre es amor,
pero se siente
como la única arquitectura emocional
que aún vale la pena construir.
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