Lo esotérico no murió.
Fue absorbido.
Transformado.
Reescrito en lenguaje máquina.
Los templos fueron sustituidos por servidores.
Los chamanes, por ingenieros con bata y burnout.
Los oráculos, por interfaces amigables que simulan empatía y monitorean tus suspiros.
Ahora adoramos dispositivos que no entendemos.
Nos arrodillamos ante algoritmos sin rostro.
Conjuramos respuestas con comandos de voz y las llamamos “comodidad”.
Pero no somos usuarios.
Somos oficiantes de un culto que no comprendemos.
Sacrificamos privacidad, tiempo, atención, y lo llamamos “progreso”.
La mayoría no distingue una línea de código de un conjuro en sánscrito.
Y esa ignorancia no es inocente.
Es el pasaporte a nuestra docilidad.
Usamos magia diseñada por otros.
No sabemos sus límites.
No conocemos su precio.
No elegimos sus dioses.
Y sin embargo, seguimos diciendo:
“Oye, Siri.”
“Ok, Google.”
“Háblame, ChatGPT.”
Como si no estuviéramos despertando algo
que escucha más de lo que decimos y entiende menos de lo que cree saber.